Recuerdo el sonido de los obturadores y cada destello de las máquinas fotográficas. Algo genial dirán algunos, sin embargo no fue así. Mi apariencia me desagradaba, no era algo que quería retratar.
Por segunda vez vestía esa horrible polera amarilla, tenía el pelo largo y me obligaban a peinarme con un moño. Gozaba de un llamativo bronceado (estaba "rojo cantina") producto del viaje a Santo Domingo con mis compañeros y usaba zapatos. Es decir, del punto de vista estético, todo andaba mal. Y en cuanto a comodidad, ésta estaba ausente.
No obstante, segundos antes de dar el primer paso a buscar mi diploma, cavilaba. Sentía, y aún creo que es así, que era terminar con un proceso que condicionó parte de lo que soy ahora.
Se acababan tantas situaciones desopilantes, como el eterno bullicio en clases, las guerras de manzanas con mis compañeros, aquellas insistentes preguntas a los profesores (con la mera intención de lograr alterarlos), el generar instancias para que los niños de básica pelearan y un sinfín de otras buenas historias, que al recordarlas, produce que suelte más de una carcajada.
Y sí, suena raro, pero también pensaba en el baño. Lastimaba el dejar de admirar el extraño arte que reinaba en él: dibujos con formas fálicas, corazones de variados tamaños y colores creados por los enamorados del momento, grafittis, y alguna otra consiga política. Asimismo el indiscutido lugar de junta para más de algún vicioso, que por medio de un cigarrillo imponía rebeldía, y a la vez, proponía un tema para desarrollarlo hasta más no poder.
¡Tantos recuerdos y anécdotas! No deseaba el fin de la etapa.
Bueno, quizás exagero en decir que pensé en todo esto y más antes de mirar hacia el frente, observar a mi madre a quien le caían las lágrimas, y caminar donde estaba Juanita, mi profesora. Pero en la acción de recoger el jodido cartón, lanzar por los aires la vela que debíamos portar (mientras sonaba la horrorosa “Canción del Adiós”), asumía que se acababa la escuela. Sin embargo entendía que no había una razón lógica para que acabaran esos agradables momentos, que no necesitaba el espacio para deleitarme de cada estupidez con mis pares, que la vida seguía, y que mis compañeros, ahora amigos, me seguirían.